«A merda tamén é boa». Esta máxima se la escuché a menudo a la difunta de mi abuela paterna. De niño no entendía lo que quería expresar con ella. Tuvieron que ir pasando los años, los acontecimientos y las vivencias, individuales y colectivas, para comprender el profundo conocimiento que encierra.
En la década de 1960 el servicio público de recogida de la basura en Vigo era muy deficiente. En la parroquia de Coia los vecinos del barrio del Castro Castriño la echaban en una amplia y profunda depresión que había en un campo, cerca de nuestra casa, a la que llamábamos «A fochanga». Allí iban a parar, sobre todo, los residuos no orgánicos: zapatos viejos, ruedas inservibles, cartones usados, botellas de plástico...
Los muchachos reciclábamos algunos de estos materiales para hacer «tirabolas»: la lengüeta de los zapatos la aprovechábamos para el cuero de la badana, las gomas las sacábamos de los neumáticos de las bicicletas, y la horquilla de los árboles y arbustos que había en las cercanías.
Pasábamos bastante tiempo en aquel hoyo buscando cosas que, como críos que éramos, nos llamaran la atención o nos pudieran ser útiles de alguna manera: tornillos, alambres, rodamientos, cajas de cerillas…
Cuando destruyeron el medio físico, social y cultural de la parroquia y construyeron el «Polígono Residencial de Coya», cambiaron muchas cosas, entre ellas los juegos. En los terrenos de los edificios en construcción se formaban lagunas con el agua de la lluvia, en aquella época bien abundante. En ellas pasábamos horas «pescando» ranas. Y otras cosas... Un amigo mío, de mayor nivel socioeconómico, cogió las fiebres tifoideas, que casi lo llevan para el otro mundo. En cambio yo, habiendo hecho lo mismo que él pues éramos como hermanos y andábamos juntos la mayor parte del día, me libré de aquellas temperaturas infernales que metían miedo solo con escucharlas. Seguramente porque de tanto hurgar en aquellos desechos que había en «A fochanga», mi sistema inmunitario estaba acostumbrado a enfrentarse con una gran variedad de microbios.
Una década después, en la asignatura «Salud Pública» de la Diplomatura Universitaria en Enfermería, aprendí que ya en el siglo XVIII el médico inglés Edward Jenner había deducido que las lecheras de su pueblo no padecían la viruela porque al ordeñar tenían contacto continuo con el virus que provoca esa dolencia en las vacas. De esta observación surgió la vacuna de la viruela humana y con ella todas las vacunas posteriores. Gracias a este hito de la ciencia médica, se puede afirmar que Jenner salvó más vidas que muertos provocaron, todos juntos, Alejandro Magno, César, Atila, Gengis Kan, Carlos V, Napoleón, Hitler, Stalin y muchísimos otros emperadores y generales a lo largo de la historia.
Centrémonos ahora en la pandemia de la Covid-19 que asola el mundo en este momento:
Nada se sabe de cuál es la «dosis» de virus que contagia la enfermedad; nadie la habrá leído ni escuchado. Lo que sí sabemos es que cualquier dolencia infecciosa precisa una carga mínima de microorganismos para que se transmita. Si bien dicha carga es diferente según la «experiencia» y las características genéticas del sistema inmunitario de la persona afectada.
Sin embargo, se aconseja no tener ninguna exposición al SARS- CoV-2; algo imposible, pues llegó para vivir entre nosotros, y tampoco deseable. Se está volviendo locos a los ciudadanos con datos contradictorios sobre la supervivencia del virus en diferentes ambientes y superficies, con la necesidad de desinfectar los alimentos, con la posibilidad de que las mascotas lo transporten en las patas o incluso actúen como reservorios...
Con todo, la verdad es que el riesgo de contagiarse (como cualquier otro riesgo que comporta la existencia) no se puede evitar de manera absoluta. Tratar de conseguirlo implica caer en la locura; nos lleva a adoptar una forma de vida que no es posible soportar durante demasiado tiempo. Por eso es más inteligente y adaptativo asumir que un cierto contacto con dosis mínimas (no patogénicas por sí mismas, aunque en su determinación es donde reside la dificultad) del SARS- CoV-2 es beneficioso para protegernos contra él. Por dos motivos principales: 1) Porque la carga viral para padecer la dolencia tendrá que ser más elevada, y 2) Porque en el caso de adquirir la enfermedad el sistema inmune estará más preparado para vencerla y, además, será menos grave.
Ahora ya lo saben: «La mierda también es buena».